Los planes de Dios son perfectos

Para Mario, el año comenzó como cualquier otro, con días envueltos en una rutina que parecía interminable y metas que aún no encontraban su forma y se veían inalcanzables. Pero, como si una pieza invisible comenzara a encajar, las puertas se abrieron hacia algo mucho más grande de lo que él jamás habría imaginado.

Desde que empezó a conocer a Jesús, Mario había creído que todo en la vida sucedía por una razón. Era una idea que lo había acompañado siempre, aunque no pocas veces los giros inesperados de la vida lo llenaran de dudas. En esos momentos, se aferraba a la esperanza de que cada paso, por incierto que pareciera, formaba parte de un plan mayor, uno que no siempre podía comprender pero que confiaba estaba guiado por una mano divina.

Las primeras semanas transcurrieron en una calma engañosa, hasta que una llamada inesperada irrumpió en su día a día. Al otro lado de la línea, una voz que no escuchaba hace años le ofreció un desafío que requeriría toda su disposición y compromiso. “¿Qué debo hacer?”, preguntó Mario, con una mezcla de curiosidad y cautela, aunque una parte de él ya sabía que aceptaría el reto. La respuesta fue vaga, casi invitándolo a descubrir el propósito por sí mismo. Sin embargo, algo en su interior le aseguraba que no estaba solo, que esta oportunidad era parte de un plan perfecto, guiado por Dios.

Lo que siguió fue una serie de viajes a comunidades lejanas, cada una con su propia historia y sus propios desafíos. Los caminos eran largos, continuos y casados, y las noches cortas, pero Mario avanzaba con determinación. Había algo en esas jornadas que lo llenaba de un propósito mayor. Aunque muchas veces no entendía el porqué de su presencia allí o el alcance de su labor, tenía una certeza que nunca lo abandonaba: Dios estaba a su lado. En cada paso, en cada conversación, en cada momento de incertidumbre, sentía la presencia divina sosteniéndolo.

A medida que el año avanzaba, las tareas se volvían cada vez más complejas. En un momento decisivo, recibió una nueva propuesta, aún más intrigante que la anterior. Mario se encontró en reuniones llenas de gente, debates profundos y silencios cargados de significado. Los detalles del trabajo eran confusos, pero él continuaba, impulsado por una fe inquebrantable. Sabía que no necesitaba entenderlo todo; bastaba con confiar en que Dios tenía un propósito en cada paso.

Simultáneamente, Mario exploraba su vida espiritual de nuevas maneras. Aunque no pudo congregarse durante el año, encontró formas creativas de compartir su fe. En sus noches más tranquilas, escribía reflexiones que publicaba en un pequeño rincón de internet, esperando que sus palabras, aunque simples, llegaran a quien más las necesitara. Era su manera de no alejarse de Dios, de sembrar esperanza y recordar a otros que, incluso en los momentos más oscuros, Dios está presente.

La mayor bendición del año llegó cuando, tras meses de esfuerzo y sacrificio, Mario alcanzó una meta que había perseguido en silencio. Con el corazón rebosante de gratitud, recordó cada decisión que lo había conducido hasta ese momento. No había sido un camino fácil, pero había valido cada segundo. Más aún, comprendió que no había llegado allí solo. Cada paso, cada logro, cada duda superada formaban parte de un plan divino donde su esposa e hijo formaban parte esencial.

Cuando el año llegó a su fin, mientras la noche del último día se extendía, Mario miró atrás. No solo había crecido como persona, sino que también había fortalecido su fe. Supo con certeza que los planes de Dios son perfectos, incluso cuando no los entendemos completamente. Y con un corazón lleno de paz y gratitud, se preparó para lo que vendría en el nuevo año, confiando en que el mejor camino siempre será aquel que se recorre tomado de la mano de Dios.

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